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La visita

La noche que Ángela se levantó a las cuatro de la madrugada para iniciar aquel viaje, nunca imaginó que los hechos transcurridos en los cinco minutos posteriores impedirían que llegara a tiempo al tren.


De naturaleza metódica, la tarde anterior había dejado preparada la maleta y la ropa que se pondría. Incluso llenó de agua el depósito de la pequeña cafetera y la cargó con un especial arábigo pensando en que le diera fuerzas para emprender la aventura. Pero todo se truncó cuando encendió la luz del cuarto de baño. Frente al lavabo, medio dormida como estaba, afectada por una miopía galopante y con la cara recién lavada, apreció una sombra negra en la pared de la ducha a través del reflejo del espejo. Demasiado pequeña para ser amenazante, demasiado grande para pensar en un insecto. Buscó las gafas en el cesto de mimbre que tenía a su izquierda y, con relativa calma, se giró para inspeccionar aquella mancha oscura que no formaba parte de la decoración de los azulejos.

Se aproximó con cierta cautela. Notó al miedo llegar desde la boca del estómago y coger carrerilla para salir como una exhalación al cerciorarse de que tenía a Gregor Samsa colgado de su pared. Ya pensaba que no podría reprimir el grito, cuando, de algún lugar recóndito de su cabeza le llegó algo de cordura. No, no podía comportarse así. Ya no era una chiquilla. Había madurado, y como prueba de ello, debía reaccionar.


Lejos quedaban las noches de verano en las que, obligada por procesos naturales, se veía forzada a levantarse en medio de la oscuridad para ir al baño. Recordaba perfectamente el temor a encender la luz y ver aquellos bichos corriendo despavoridos por el suelo en busca de refugio. O la noche de terror supremo cuando, dormida en el sofá, con el resplandor de la luz del televisor iluminando tenuemente su cuerpo, abrió los ojos levemente al notar un cosquilleo subiendo por las piernas. Ahí fue imposible reprimir el grito. Pasaron horas hasta que ella y su marido consiguieron localizar al insecto patudo y pudieron fumigarlo a gusto. Suerte tuvieron de no morir ellos también asfixiados de tanto intento fallido.


De aquella convivencia con los bichos negros en aquel ático infestado había aprendido cómo comportarse. No había que gritar. No servía de nada. Era mejor relajarse y actuar. Sopesó las opciones. Podía avisar a su marido que dormía plácidamente en la habitación de enfrente. También tenía a mano la zapatilla de ir por casa. Pero se le ocurrió algo mejor. En un instante de lucidez pensó que sería improbable volver a encontrar a un ejemplar como aquel parado en la pared en mitad de la noche. La literatura que envolvía su vida en una atmósfera de sueño y probabilidad se adueñó de ella y, en un gesto de valentía y absurdo, decidió ser cortés con la inesperada visita e invitarla a un buen café.


Se acercó más a él, pero sin invadir su espacio personal. Eso habría resultado molesto y descortés. Supuso que él también estaría asustado. En aquel baño había demasiada luz, así que apagó algunos de los halógenos mientras se dirigía a él con suaves palabras. Se presentó, le pidió disculpas por las formas bruscas, preguntó si se había extraviado porque nunca antes había visto un ejemplar de ese tamaño por el barrio, y con las mejores formas que pudo, lo invitó a salir de la ducha para poder ir a sentarse juntos en el comedor, mucho más amplio y cómodo.

Buscó entre los juguetes de su hija hasta encontrar el juego de café en un cesto de mimbre. Lo enjuagó mientras ponía la cafetera al fuego. Le preguntó si tenía hambre, si le apetecería también algo dulce y troceó cuanto pudo una galleta para facilitar el proceso al invitado.

Cuando todo estuvo preparado se sentaron uno frente al otro e, iluminados con la tenue luz del viejo globo terráqueo del hijo mayor, trasnocharon hablando de las circunstancias extrañas que la vida te plantea en ocasiones, de la importancia de saber aprovecharlas. Repasaron temas importantes en cualquier existencia como la amistad, el amor, la familia, el trabajo… Nada parecía raro, ni siquiera los movimientos rítmicos que el bicho se veía obligado a hacer de vez en cuando para respirar a causa de su gran tamaño. Les separaban ciertas diferencias, sí; pero también encontraron puntos en común. De hecho, aquel ser parecía entenderla mejor que la mayoría de las personas que ella conocía. Al fin y al cabo, sólo eran especies diferentes.



Las horas pasaron raudas. El amanecer se insinuaba por encima de los edificios colindantes. Como en un poema de amor medieval, tocaba separarse tras pasar parte de la noche juntos. Ángela le preguntó, ya con más confianza, si prefería salir por la puerta o si le iba mejor deslizarse por alguna tubería. El insecto le agradeció el gesto y, aunque no era lo habitual, se decantó por la primera opción. Había gastado demasiadas fuerzas al entrar por el desagüe de la ducha y, ya que podía elegir…

Cruzaron el pasillo en silencio. Una sensación extraña los embargaba. No podrían contarle a nadie lo sucedido, pero tenían mil noches por delante para volverse a encontrar. Se despidieron en el umbral. Ángela se inclinó un poco hacia delante y extendió la mano. Una pata larga, aplanada y espinosa chocó contra su palma. La puerta se abrió y la mancha oscura se desvaneció por las escaleras de la comunidad. Sin

duda, el viaje había sido excepcional.

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